domingo, 16 de julio de 2023

Accidente de Tránsito

Hay hombres que viven pegados a su oficio y a su terruño como una lapa. Son seres inamovibles e inmutables que ni las bienandanzas ni los infortunios logran arrancar de sus lares. Se parecen a esas matas de chipio que nacen en las grietas de una peña adusta, donde crecen, se reproducen y viven muchos años a despecho de las más duras sequías y de las más horrendas tempestades.

Don Marcos Leiva es uno de esos hombres. Para él no existe más mundo que su Chinácota, su almacén de ??? y abarrotes y su familia. Nadie ni nada ha podido revolucionar sus costumbres. Hoy es el mismo de hace veinte o treinta años. Y, según cuentan las consejas pueblerinas, sólo dos veces ha visitado a Cúcuta. En su primer viaje a esa ciudad puso un telegrama desde La Donjuana, media hora después de haber salido de Chinácota, preguntando cómo estaba la familia y si el negocio marchaba bien.

Su segundo y último viaje a la capital de departamento resultó por demás tragicómico, como lo vamos a ver.

Don Marcos tomó puesto en un bus de nombre "El Cóndor", manejado por su propietario Marco Tulio Hernández, chofer a quien su impericia o su mala suerte le había granjeado el apodo de "Marcos Bruto", porque se estrellaba en cada curva de la carretera y chocaba con cuanto carro encontraba. Era tan de malas, tanta era su "pava", como dicen los choferes,  que dormía en el suelo, porque si se acostaba en catre era seguro que soñaba manejando y se aporreaba. Y un día, cansado quizá con su suerte, vendió el bus y se largó de Chinácota sin que nadie supiera el rumbo que había tomado. Años después, hallándome un día en un hotel de las Gradillas, en Caracas, contemplando un bello cuadro de óleo que representaba a "los tres grandes majaderos del mundo" - Jesucristo, don Quijote y Bolívar - se me acercó un señor muy elegante y, abrazándome con tanta efusión que por poco me tumba, gritó lleno de júbilo:

- ¡Honorio, por Dios! !Qué milagro es ese¡

Era Marcos Bruto. Continuaba ganándose la vida como chofer, pero había adquirido una habilidad única como volante. Así lo pude comprobar luego, viéndolo meterse por todas partes, sin cometer una falta, en el intrincado y  peligroso laberinto del tránsito caraqueño.

Iba,  pues, don Marcos Leiva para Cúcuta en el bus "El Cóndor". Había llovido y la carretera estaba como si la hubieran empavonado de jabón. Quiso el destino que al empezar la recta de Corozal el carro diera una fuerte patinada y el conductor,  asustado, cometió el error de aplicar los frenos, cosas que no se debe hacer en tales circunstancias. El bus dio una voltereta y quedó patasarriba en la cuneta. Los pasajeros resultaron ilesos; y don Marcos, con un poco de temblor en las piernas, se metió al monte a satisfacer alguna necesidad corporal. Poco después sus compañeros de viaje lo vieron salir casi en cuatro patas y quejándose de no poder enderezarse. Lo llevaron en volandas a una Clínica de Cúcuta, temiendo que se tratara de una grave lesión en la columna vertebral.

Al médico que lo desenfardelaba sobre la mesa de operaciones se le iluminó de pronto el rostro con una sonrisa picaresca. Se retiró dos pasos y le gritó al paciente como Cristo a Lázaro:

- Levántese y ande!

Don Marcos se levantó y paseo por a sala más derecho que un huso; y al cabo le preguntó al galeno:

-Pero, ¿qué era lo que yo tenía?

Y el facultativo contestó riendo a carcajadas:

- Lo que tenía era que estaba mal abrochado. Se había metido un botón del saco en un ojal de la bragueta!

Héroes Desconocidos

Una noche en Puerto Cabello, en un cafetín de choferes cuya atmósfera urente y pesada era templada a intervalos por la brisa marina, charlaba yo con varios compañeros de oficio con los cuales acababa de trabar amistad.

El mar en calma, rielado a trechos por la luz de la luna y rizado apenas por el soplo del viento, ceñía con un cordón de espuma el viejo malecón, en una caricia mórbida y eterna.

Hablábamos, naturalmente, de las diferentes marcas de carros, de varadas, de todo lo relacionado con nuestra ingrata profesión, y mis contertulios me acosaban a preguntas, pidiéndome informes y detalles del viaje realizado por mí desde el Norte de Santander hasta las costas del mar Caribe en Venezuela. (Hay que tener presente que esto ocurría en el año de 1929, recién puesta al servicio la carretera trasandina, y que fui yo el segundo chofer que llevó a Puerto Cabello y Caracas el nombre de Chinácota escrito en las placas de un carro -El primero fue Eduardo Conde- del mismo modo que me cupo el orgullo de ser  el primer que llevé a Bogotá un automotor de la  matrícula de mi pueblo).

El desastre de Cumaná, capital del estado Sucre, arrasada días antes por un espantoso terremoto, era por aquel tiempo en Venezuela el tema obligado de todas las conversaciones. Y cuando  nuestra charla giró en torno de aquel infausto acontecimiento, un chofer costeño, alto,  de rostro atezado,  de modales cultos y elegantemente vestido, dijo mientras apretaba el nudo de la corbata:

- Y saben ustedes que en esa dolorosa emergencia el último de los choferes de Cumaná se portó como un héroe, como un héroe desconocido porque se ignora hasta su nombre?

- Y cómo fue eso? - preguntamos todos.

- Pues verán: el conductor de que les hablo tenía un camioncito cuatro cilindros, con el cual se  ganaba la vida acarreando materiales de construcción o haciendo trasteos. En el momento trágico, entre las cinco y las seis de la mañana, ya nuestro hombre estaba con su "charrasco" en la calle, con el tanque hasta los topes de gasolina, listo para cualquier trabajito que le reventara. De pronto se oyó un zumbido sordo, como subterráneo, y tras el zumbido vino el remesón. Los edificios en su mayoría rodaron por tierra, como juguetes de niño, estrepitosamente. Súbitamente se alzó una nube de polvo tan espesa que impedía calcular, en los primeros momentos, la  magnitud del cataclismo. El colega pensó en huir, pero lo contuvo un sentimiento de profunda conmiseración al escuchar el clamor de centenares de víctimas que pedían socorro medio sepultadas bajo las ruinas y amenazadas por el fuego de los incendios que empezaban a surgir por todas las partes. Comenzó entonces a remover escombros y extraer heridos que llevaba trabajosamente al camioncito; y cuando éste se halló repleto arrancó con rumbo a los suburbios, con su triste carga de dolor y de miseria. A cada instante tenía que detener el carro y bajarse a despejar en obstáculos el camino. Ya en las afueras de la ciudad, lejos de todo peligro, dejó el cupo para volver al sitio de partida a continuar el salvamento. Así llevó a cabo veinte, cincuenta, quién sabe cuántos viajes.

Muchas horas después de la catástrofe algunos amigos del chofer, al hallarlo empeñado en tan noble tarea, trataron de hacerle ver la necesidad que tenía de descanso, de reposo. Llevaba el traje hecho jirones y manchado de barro y sangre; los cabellos chamuscados; los ojos enrojecidos por el desvelo, el humo y la fatiga. Todo fue inutil. No valieron ruegos ni amenazas. Nadie logró arrancarlo del volante. Aquel hombre se había olvidado por completo de sí mismo, de sus propias necesidades, para solo pensar en el dolor ajeo.

Treinta y seis horas,  treinta y seis largas horas resistió en aquella labor poderoso y agitadora, sin comer ni dormir. Y cuando al  fin el relajamiento del  organismo lo venció, se le borró de  los ojos el camino; el carro se detuvo al caer en la cuneta; y el se dobló sobre el volante, como un soldado sobre la barricada, con las manos aferradas todavía al timón...

Cuando el maracucho terminó su extraño relato, todos estábamos llorando de emoción;  y un chofer andino, descargando sobre la mesa un terrible puñetazo que hizo zozobrar los vasos de cerveza, gritó:

- ¡Eso merece un brindis!

Nos pusimos en pie con las colas en alto. Y todos brindamos:

- Por el colega humilde, pero noble y valiente!

- Por el héroe desconocido!

- ¡Por él!

- !Salud