sábado, 11 de enero de 2020

Una juma edificante




Vivíamos en Iscalá -la más bella región de Chinácota- y, como toda familia comarcana, siempre teníamos un marranito que engordábamos con los desperdicios de nuestra cocina y nuestra huerta.

Cierto día, cuando nos disponíamos a botar un poco de guarapo de caña que se había pasado de marca en su fermentación, nuestro padre nos dijo:

- ¿Y porqué no le echan esa agua fuerte al "rute"? Puede ser que él la aproveche.

Llenamos de guarapo la pila y llamamos al animalito que, valga la verdad, era muy buen pobre y comía cuanto encontraba por delante, desde las consabidas aguamasas hasta abrojos y guayabas verdes.

Probó el marrano aquel brevaje mil veces más fuerte, amargo y picante que aquel que quisieron hacerle beber al Nazareno en el Gólgota, lo paladeó, chasqueó la lengua dos o tres veces, y debió parecerle delicioso, pues hundió en él el hocico casi hasta los ojos y empezó a beber glotonamente, con sorbos largos y tragos tan gruesos que le inflaban el cuello hasta que quedó la pila seca y él más templado que un tiple fiestero.


Pero no sabía el pobre lo que le iba por la pierna arriba. A poco empezó a sentir los efectos de la embriaguez y, como sus congéneres de dos patas los ebrios incorregibles, en los comienzos de la rasca fue presa de una súbita e inusitada alegría, y se dió a la tarea de hacer las más extravagantes y ridículas piruetas. Tan pronto recorría el amplio corral en carrera desenfrenada, haciendo un verdadero derroche de contorsiones, como bailaba en una pata, o la emprendía a dentelladas y trompadas contra un enemigo imaginario.

Entretanto nosotros, trepados en el cimiento, contemplábamos el espectáculo riendo a carcajadas.

Mi padre sacó una caña de azúcar y se puso a picársela al marranito en forma de rodajas que al caer corrían de filo por el suelo, tras de las cuales marchaba al trote el cerdo con tan mala fortuna que se iba de bruces sobre ellas, o le ganaba el trasero a la cabeza, resultando frustrada cada intentona.

La borrachera le iba subiendo de punto. Cruzando las piernas al andar se acercaba a la pila; apoyaba el hocico sobre ella, meciéndose de un lado a otro, y se quedaba como adormilado; pero las corvas se le aflojaban de pronto y el sacudón lo despertaba.

Por último cayó: y como el plano del corral era muy inclinado, se fue rodando falda abajo yendo a parar a un barbascal donde, con las patas para arriba, durmió la juma.

A la mañana siguiente volvimos a llenar de guarapo la pila y llamamos al marrano a que se sacara el ratón. Pero el condenado no nos la quiso comprar. Probó aquello y se fué sacudiendo las orejas y bostezando largo. Entonces mi padre nos dijo:

Verdaderamente hay irracionales más conscientes que los humanos. esta es una sabia lección que nos da el marrano. Conociendo que ese líquido le hace daño, no quiere volver a tomar de él. Los hombres, en cambio, saben que el alcohol es un veneno, y sin embargo siguen frecuentando las tabernas.

Cuento tomado del libro Crónicas y Cuentos de Honorio Mora Sanchez, -  Chinácota - Colombia, Páginas 19, 20 y 21.

Uno que firmaba todo



Don Gerardo Lizcano, como lo recordarán muchos de mis paisanos, figuró en sus buenos tiempos entre las personas notables de Chinácota, pues fue empleado público, versado en leyes, jefe de un hogar modelo, y conservador hasta la pared de enfrente.

Poco antes de las elecciones presidenciales de 1918, los conservadores se dividieron en directoristas y disidentes. Los unos iban tras de la figura blanca y venerable de Marco Fidel Suarez, y los otros tras del nombre ilustre de Guillermo Valencia.

Y un domingo en que las masas azules de Chinácota amanecieron alborotadas, firmando sendas manifestaciones de adhesión a los dos candidatos, don Gerardo, al salir de misa de siete, fue rodeado por algunos disidentes que le pidieron en coro que como buen conservador les diera su firma para la adherencia a Guillermo Valencia. Don Gerardo firmó el documento, dió los buenos días y continuó su camino. Pero a la vuelta de la primera esquina lo asaltaron cinco o seis directoristas, que presentándole el pliego de adhesión a Suarez le exigieron, a su turno, que lo firmara. Y el señor Lizcano no se hizo rogar. Tomó el pliego y estampó su firma.

Alguien que se dió cuenta del extraño proceder de nuestro héroe corrió con el chisme al establecimiento comercial de don Ignacio Niño, también conservador, de suerte que don Gerardo llegó a dicha tienda a tomarse un trago, ya don Ignacio estaba que bufaba de cólera contra él y, viéndolo entrar, estalló:

- ¿Con que firmaste la adhesión a Valencia y luego firmaste también la de Suarez? Eso muestra falta de caracter, falta de pantalones. ¿Vas a servirle a dos señores al tiempo? ¿No te da verguenza? ¿De qué te sirven los cuatro pelos que llevas en la cara?

Y en esa forma continuó poniéndolo de oro y azul. Pero don Gerardo soportó el chaparrón de improperios sin inmutarse. Se tomó su trago, lo pagó, sacó el pañuelo y se enjugó los labios, y en una escampadita que hizo de su regaño el señor Niño, se le encaró diciéndole:

- Vea, don Ignacito: cuando mi padre me puso en la escuela me dijo que lo hacía con el anhelo de que yo aprendiera a leer y escribir medianamente, para que así más tarde, en todo tiempo y lugar, pudiera estampar mi nombre dondequiera que mi firma se hiciera necesaria o fuera solicitada. De eso hace ya muchos años, pero las palabras del viejo siguen sonando en mis oídos como si me las hubiera dicho ayer. Por eso firmé la adhesión a Valencia y firmé también la de Suarez, y si usted tiene por ahí algotra cosita para firmar, ya sabe estoy completamente a sus órdenes.

Y don Gerardo, encasquetándose el sombrero hasta las orejas, salió puerta afuera, dejando a don Ingnacio con la boca abierta y pasmado ante el cinismo de su copartidario.

Cuento tomado del libro Crónicas y Cuentos de Honorio Mora Sanchez, -  Chinácota - Colombia, Páginas 97 y 98.