Sobre la cumbre de El Picacho, en la serranía de Los Canales,
vivía hace muchos años Moisés Leal, consagrado al cultivo de su pegujal.
El rancho, ennegrecido por el humo, el tiempo y los furiosos
vendavales, se alzaba en medio del cortijo con su techo de rastrojo y su
bahareque embutido con piedras, palos y barro amarillo y embonado a trechos de
boñiga.
Desde las goteras de la casa hasta la apartada ceja del monte
colindante, el terreno se veía perennemente tatuado de los mas diversos
cultivos: trigales ondulantes, maizales verdinegros, cebollales...
Muchas veces, en compañía de mi padre, pasé por allí camino
de Pamplona, y siempre fuimos agasajados con un almuerzo consistente en arroz
de maíz blanco con habas frescas, servido en enormes escudillas de barro
cocido, razón por la cual nos dimos cuenta de que en casa de Moisés Leal la
comida era siempre una misma: arroz de maíz al almuerzo, y mazamorra de maíz
por la noche. A veces para variar por un poco, almorzaban con mazamorra y
cenaban con arroz.
Cada año la cigüeña legendaria subía hasta aquellos apartados
rincones a llevarle a Moisés un nuevo vástago, y, a pesar de ello, mi padre y yo
pronto descubrimos que el número de hijos no aumentaba, pues siempre veíamos
unas mismas caras y unas mismas edades. Intrigado por ese descubrimiento, un
día en que tras de atiparnos de arroz con habas frescas bordeábamos un trigal
maduro, en compañía del patrón, mi padre le pidió a aquél una explicación sobre
tamaño fenómeno. Y Moisés, pasándose la mano por la hirsuta barba, respondió:
- Sencillamente lo que ocurre es que los hijos me han salido
desagradecidos, pues apenas aprenden a amarrarse los calzones, se largan....
En esto una hondada de pájaros de los llamados
"trigueros" alzó el vuelo hacia la ceja del monte, después de
hartarse de mieses, entre una alegre jácara de trinos. Moisés extendió su brazo
hacia ellos, señalándolos, y terminó:
- Los hijos son como los pajaritos: comen... y se van...
Pasaron los años. El destino me arrancó de mis lares queridos
y me echó a rodar por el mundo, como un judío errante. Y una tarde, después de
mucho tiempo, hallé a Moisés Leal en La Donjuana. Estaba viejo, casi
desharrapado, y no pude entablar conversación con él porque no sé qué novedad
lo volvió completamente sordo. Alguien me informó allí que moisés vivía
entonces poco menos de la caridad pública: que había llegado con ánimo de darse
baños en las aguas calientes del Raizón, y que no sabía de ninguno de sus
hijos, pues éstos no hacían cuenta ni caso de él.
Entonces volvía a repetir mentalmente la filosófica sentencia
del viejo labriego:
- Los hijos son como los pajaritos: comen... y se van...
Cuento tomado del libro Crónicas y Cuentos de Honorio Mora Sanchez, Chinácota - Colombia