jueves, 22 de noviembre de 2012

Similitud





Sobre la cumbre de El Picacho, en la serranía de Los Canales, vivía hace muchos años Moisés Leal, consagrado al cultivo de su pegujal.

El rancho, ennegrecido por el humo, el tiempo y los furiosos vendavales, se alzaba en medio del cortijo con su techo de rastrojo y su bahareque embutido con piedras, palos y barro amarillo y embonado a trechos de boñiga.

Desde las goteras de la casa hasta la apartada ceja del monte colindante, el terreno se veía perennemente tatuado de los mas diversos cultivos: trigales ondulantes, maizales verdinegros, cebollales...

Muchas veces, en compañía de mi padre, pasé por allí camino de Pamplona, y siempre fuimos agasajados con un almuerzo consistente en arroz de maíz blanco con habas frescas, servido en enormes escudillas de barro cocido, razón por la cual nos dimos cuenta de que en casa de Moisés Leal la comida era siempre una misma: arroz de maíz al almuerzo, y mazamorra de maíz por la noche. A veces para variar por un poco, almorzaban con mazamorra y cenaban con arroz.

Cada año la cigüeña legendaria subía hasta aquellos apartados rincones a llevarle a Moisés un nuevo vástago, y, a pesar de ello, mi padre y yo pronto descubrimos que el número de hijos no aumentaba, pues siempre veíamos unas mismas caras y unas mismas edades. Intrigado por ese descubrimiento, un día en que tras de atiparnos de arroz con habas frescas bordeábamos un trigal maduro, en compañía del patrón, mi padre le pidió a aquél una explicación sobre tamaño fenómeno. Y Moisés, pasándose la mano por la hirsuta barba, respondió:

- Sencillamente lo que ocurre es que los hijos me han salido desagradecidos, pues apenas aprenden a amarrarse los calzones, se largan....

En esto una hondada de pájaros de los llamados "trigueros" alzó el vuelo hacia la ceja del monte, después de hartarse de mieses, entre una alegre jácara de trinos. Moisés extendió su brazo hacia ellos, señalándolos, y terminó:

- Los hijos son como los pajaritos: comen... y se van...

Pasaron los años. El destino me arrancó de mis lares queridos y me echó a rodar por el mundo, como un judío errante. Y una tarde, después de mucho tiempo, hallé a Moisés Leal en La Donjuana. Estaba viejo, casi desharrapado, y no pude entablar conversación con él porque no sé qué novedad lo volvió completamente sordo. Alguien me informó allí que moisés vivía entonces poco menos de la caridad pública: que había llegado con ánimo de darse baños en las aguas calientes del Raizón, y que no sabía de ninguno de sus hijos, pues éstos no hacían cuenta ni caso de él.

Entonces volvía a repetir mentalmente la filosófica sentencia del viejo labriego:

- Los hijos son como los pajaritos: comen... y se van...

Cuento tomado del libro Crónicas y Cuentos de Honorio Mora Sanchez, Chinácota - Colombia

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