Vivíamos en Iscalá -la más bella región de Chinácota- y, como toda
familia comarcana, siempre teníamos un marranito que engordábamos con
los desperdicios de nuestra cocina y nuestra huerta.
Cierto día, cuando nos disponíamos a botar un poco de guarapo de caña que se había pasado de marca en su fermentación, nuestro padre nos dijo:
- ¿Y porqué no le echan esa agua fuerte al "rute"? Puede ser que él la aproveche.
Llenamos de guarapo la pila y llamamos al animalito que, valga la verdad, era muy buen pobre y comía cuanto encontraba por delante, desde las consabidas aguamasas hasta abrojos y guayabas verdes.
Probó el marrano aquel brevaje mil veces más fuerte, amargo y picante que aquel que quisieron hacerle beber al Nazareno en el Gólgota, lo paladeó, chasqueó la lengua dos o tres veces, y debió parecerle delicioso, pues hundió en él el hocico casi hasta los ojos y empezó a beber glotonamente, con sorbos largos y tragos tan gruesos que le inflaban el cuello hasta que quedó la pila seca y él más templado que un tiple fiestero.
Pero no sabía el pobre lo que le iba por la pierna arriba. A poco empezó a sentir los efectos de la embriaguez y, como sus congéneres de dos patas los ebrios incorregibles, en los comienzos de la rasca fue presa de una súbita e inusitada alegría, y se dió a la tarea de hacer las más extravagantes y ridículas piruetas. Tan pronto recorría el amplio corral en carrera desenfrenada, haciendo un verdadero derroche de contorsiones, como bailaba en una pata, o la emprendía a dentelladas y trompadas contra un enemigo imaginario.
Entretanto nosotros, trepados en el cimiento, contemplábamos el espectáculo riendo a carcajadas.
Mi padre sacó una caña de azúcar y se puso a picársela al marranito en forma de rodajas que al caer corrían de filo por el suelo, tras de las cuales marchaba al trote el cerdo con tan mala fortuna que se iba de bruces sobre ellas, o le ganaba el trasero a la cabeza, resultando frustrada cada intentona.
La borrachera le iba subiendo de punto. Cruzando las piernas al andar se acercaba a la pila; apoyaba el hocico sobre ella, meciéndose de un lado a otro, y se quedaba como adormilado; pero las corvas se le aflojaban de pronto y el sacudón lo despertaba.
Por último cayó: y como el plano del corral era muy inclinado, se fue rodando falda abajo yendo a parar a un barbascal donde, con las patas para arriba, durmió la juma.
A la mañana siguiente volvimos a llenar de guarapo la pila y llamamos al marrano a que se sacara el ratón. Pero el condenado no nos la quiso comprar. Probó aquello y se fué sacudiendo las orejas y bostezando largo. Entonces mi padre nos dijo:
Verdaderamente hay irracionales más conscientes que los humanos. esta es una sabia lección que nos da el marrano. Conociendo que ese líquido le hace daño, no quiere volver a tomar de él. Los hombres, en cambio, saben que el alcohol es un veneno, y sin embargo siguen frecuentando las tabernas.
Cierto día, cuando nos disponíamos a botar un poco de guarapo de caña que se había pasado de marca en su fermentación, nuestro padre nos dijo:
- ¿Y porqué no le echan esa agua fuerte al "rute"? Puede ser que él la aproveche.
Llenamos de guarapo la pila y llamamos al animalito que, valga la verdad, era muy buen pobre y comía cuanto encontraba por delante, desde las consabidas aguamasas hasta abrojos y guayabas verdes.
Probó el marrano aquel brevaje mil veces más fuerte, amargo y picante que aquel que quisieron hacerle beber al Nazareno en el Gólgota, lo paladeó, chasqueó la lengua dos o tres veces, y debió parecerle delicioso, pues hundió en él el hocico casi hasta los ojos y empezó a beber glotonamente, con sorbos largos y tragos tan gruesos que le inflaban el cuello hasta que quedó la pila seca y él más templado que un tiple fiestero.
Pero no sabía el pobre lo que le iba por la pierna arriba. A poco empezó a sentir los efectos de la embriaguez y, como sus congéneres de dos patas los ebrios incorregibles, en los comienzos de la rasca fue presa de una súbita e inusitada alegría, y se dió a la tarea de hacer las más extravagantes y ridículas piruetas. Tan pronto recorría el amplio corral en carrera desenfrenada, haciendo un verdadero derroche de contorsiones, como bailaba en una pata, o la emprendía a dentelladas y trompadas contra un enemigo imaginario.
Entretanto nosotros, trepados en el cimiento, contemplábamos el espectáculo riendo a carcajadas.
Mi padre sacó una caña de azúcar y se puso a picársela al marranito en forma de rodajas que al caer corrían de filo por el suelo, tras de las cuales marchaba al trote el cerdo con tan mala fortuna que se iba de bruces sobre ellas, o le ganaba el trasero a la cabeza, resultando frustrada cada intentona.
La borrachera le iba subiendo de punto. Cruzando las piernas al andar se acercaba a la pila; apoyaba el hocico sobre ella, meciéndose de un lado a otro, y se quedaba como adormilado; pero las corvas se le aflojaban de pronto y el sacudón lo despertaba.
Por último cayó: y como el plano del corral era muy inclinado, se fue rodando falda abajo yendo a parar a un barbascal donde, con las patas para arriba, durmió la juma.
A la mañana siguiente volvimos a llenar de guarapo la pila y llamamos al marrano a que se sacara el ratón. Pero el condenado no nos la quiso comprar. Probó aquello y se fué sacudiendo las orejas y bostezando largo. Entonces mi padre nos dijo:
Verdaderamente hay irracionales más conscientes que los humanos. esta es una sabia lección que nos da el marrano. Conociendo que ese líquido le hace daño, no quiere volver a tomar de él. Los hombres, en cambio, saben que el alcohol es un veneno, y sin embargo siguen frecuentando las tabernas.
Cuento tomado del libro Crónicas y Cuentos de Honorio Mora Sanchez, - Chinácota - Colombia, Páginas 19, 20 y 21.