Don Gerardo Lizcano, como lo recordarán muchos de mis paisanos, figuró en sus buenos tiempos entre las personas notables de Chinácota, pues fue empleado público, versado en leyes, jefe de un hogar modelo, y conservador hasta la pared de enfrente.
Poco antes de las elecciones presidenciales de 1918, los conservadores se dividieron en directoristas y disidentes. Los unos iban tras de la figura blanca y venerable de Marco Fidel Suarez, y los otros tras del nombre ilustre de Guillermo Valencia.
Y un domingo en que las masas azules de Chinácota amanecieron alborotadas, firmando sendas manifestaciones de adhesión a los dos candidatos, don Gerardo, al salir de misa de siete, fue rodeado por algunos disidentes que le pidieron en coro que como buen conservador les diera su firma para la adherencia a Guillermo Valencia. Don Gerardo firmó el documento, dió los buenos días y continuó su camino. Pero a la vuelta de la primera esquina lo asaltaron cinco o seis directoristas, que presentándole el pliego de adhesión a Suarez le exigieron, a su turno, que lo firmara. Y el señor Lizcano no se hizo rogar. Tomó el pliego y estampó su firma.
Alguien que se dió cuenta del extraño proceder de nuestro héroe corrió con el chisme al establecimiento comercial de don Ignacio Niño, también conservador, de suerte que don Gerardo llegó a dicha tienda a tomarse un trago, ya don Ignacio estaba que bufaba de cólera contra él y, viéndolo entrar, estalló:
- ¿Con que firmaste la adhesión a Valencia y luego firmaste también la de Suarez? Eso muestra falta de caracter, falta de pantalones. ¿Vas a servirle a dos señores al tiempo? ¿No te da verguenza? ¿De qué te sirven los cuatro pelos que llevas en la cara?
Y en esa forma continuó poniéndolo de oro y azul. Pero don Gerardo soportó el chaparrón de improperios sin inmutarse. Se tomó su trago, lo pagó, sacó el pañuelo y se enjugó los labios, y en una escampadita que hizo de su regaño el señor Niño, se le encaró diciéndole:
- Vea, don Ignacito: cuando mi padre me puso en la escuela me dijo que lo hacía con el anhelo de que yo aprendiera a leer y escribir medianamente, para que así más tarde, en todo tiempo y lugar, pudiera estampar mi nombre dondequiera que mi firma se hiciera necesaria o fuera solicitada. De eso hace ya muchos años, pero las palabras del viejo siguen sonando en mis oídos como si me las hubiera dicho ayer. Por eso firmé la adhesión a Valencia y firmé también la de Suarez, y si usted tiene por ahí algotra cosita para firmar, ya sabe estoy completamente a sus órdenes.
Y don Gerardo, encasquetándose el sombrero hasta las orejas, salió puerta afuera, dejando a don Ingnacio con la boca abierta y pasmado ante el cinismo de su copartidario.
Poco antes de las elecciones presidenciales de 1918, los conservadores se dividieron en directoristas y disidentes. Los unos iban tras de la figura blanca y venerable de Marco Fidel Suarez, y los otros tras del nombre ilustre de Guillermo Valencia.
Y un domingo en que las masas azules de Chinácota amanecieron alborotadas, firmando sendas manifestaciones de adhesión a los dos candidatos, don Gerardo, al salir de misa de siete, fue rodeado por algunos disidentes que le pidieron en coro que como buen conservador les diera su firma para la adherencia a Guillermo Valencia. Don Gerardo firmó el documento, dió los buenos días y continuó su camino. Pero a la vuelta de la primera esquina lo asaltaron cinco o seis directoristas, que presentándole el pliego de adhesión a Suarez le exigieron, a su turno, que lo firmara. Y el señor Lizcano no se hizo rogar. Tomó el pliego y estampó su firma.
Alguien que se dió cuenta del extraño proceder de nuestro héroe corrió con el chisme al establecimiento comercial de don Ignacio Niño, también conservador, de suerte que don Gerardo llegó a dicha tienda a tomarse un trago, ya don Ignacio estaba que bufaba de cólera contra él y, viéndolo entrar, estalló:
- ¿Con que firmaste la adhesión a Valencia y luego firmaste también la de Suarez? Eso muestra falta de caracter, falta de pantalones. ¿Vas a servirle a dos señores al tiempo? ¿No te da verguenza? ¿De qué te sirven los cuatro pelos que llevas en la cara?
Y en esa forma continuó poniéndolo de oro y azul. Pero don Gerardo soportó el chaparrón de improperios sin inmutarse. Se tomó su trago, lo pagó, sacó el pañuelo y se enjugó los labios, y en una escampadita que hizo de su regaño el señor Niño, se le encaró diciéndole:
- Vea, don Ignacito: cuando mi padre me puso en la escuela me dijo que lo hacía con el anhelo de que yo aprendiera a leer y escribir medianamente, para que así más tarde, en todo tiempo y lugar, pudiera estampar mi nombre dondequiera que mi firma se hiciera necesaria o fuera solicitada. De eso hace ya muchos años, pero las palabras del viejo siguen sonando en mis oídos como si me las hubiera dicho ayer. Por eso firmé la adhesión a Valencia y firmé también la de Suarez, y si usted tiene por ahí algotra cosita para firmar, ya sabe estoy completamente a sus órdenes.
Y don Gerardo, encasquetándose el sombrero hasta las orejas, salió puerta afuera, dejando a don Ingnacio con la boca abierta y pasmado ante el cinismo de su copartidario.
Cuento tomado del libro Crónicas y Cuentos de Honorio Mora Sanchez, - Chinácota - Colombia, Páginas 97 y 98.
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